jueves, 9 de diciembre de 2010

la senda de los corredores


Me gusta correr en otoño.

El sol incide en las hojas de los árboles y éstos devuelven un reflejo dorado, que ilumina los sitios sombríos con una cálida y dulce luz ámbar.
Parece que el lugar es diferente, como si un aura mágica recorriera cada hoja, cada rama, cada brizna de hierba.

Cambia hasta el olor de la tierra al atardecer.
¡Qué delicia! Ese olor tan indescriptible, entre dulce y fresco, que me llena los pulmones y el alma de una inmensa sensación calma, de sosiego, y de emociones que trascienden el espacio y el tiempo.

Me evocan algo que no he vivido, algo que de alguna manera entiendo aunque no lo pueda expresar con palabras. Se diría que hay algo que está en mis genes y que quizá fue experimentado por mis ancestros y que de esta forma se comunican conmigo. Por unos instantes mágicos, me siento unida al universo en una especie de conocimiento completo, de unión universal, de luz, de paz.
Aunque no deja de parecerme extraño, es como dar vida a una auténtica poesia.

Los madroños me miran coquetos, desde su dulce e hipnótico bermellón, tentándome con esos racimos tan sabrosos que casi con sólo mirarlos abren la mente y el espíritu a nuevos caminos insondados. Comprendo que les gusten a los osos, a mi también me pasa como a ellos.

Me va pareciendo música el crepitar del sonido de las hojas bajo mis pies. Aunque voy muy pendiente de no resbalar y acabar como la Paulova en el lago de los cisnes (pero sin su elegancia, ni flexibilidad).

Un crujido de hojas llama mi atención, pero no veo nada.

A estas horas los sonidos son suaves, como si todo alrededor se hubiera sumido en un tranquilo sopor. Sólo se oyen mis pisadas y mi entrecortada respiración. Procuro no hacer ruido, uniéndome sin pensarlo, a la quietud circundante.

Veo huellas de pisadas, que otros corredores dejaron antes que yo, y dejo mi impronta encima de ellas. También serán borradas por otros que vengan después, como la eterna ruleta de la vida.

Voy bordeando surcos en los que no ha vuelto a crecer la vegetación y me percato de la hondura que hemos ido formando. ¿Qué habrán ido sintiendo? ¿Por qué remotos derroteros les habrán llevado sus pensamientos?

Caminante no hay camino, se hace camino al andar,
al andar se hace camino, y al volver la vista atrás
se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar.

La poesia de Machado rebota en mi mente, y sonrio: esta senda la voy a repetir dentro de un rato, cuando dé una segunda vuelta.

Un castaño de indias me saca de mis ensoñaciones al ofrecerme un fruto desde las alturas que cae casi rozándome.

¡Lástima que sepan a rayos! ¡qué prosaica se vuelve a veces la poesia!, ¡con lo bonitas que son!.

Una.
Dos vueltas.

Consulto el reloj, y aspiro con fiereza el aire, ¡ojalá no estuviera tan cansada y pudiera dar cientos de vueltas! Por un instante, evaluó la posibilidad de una más.

Las ardillas se burlan de mí, con sus ligeros trotes. Me miran un segundo y luego trepan a un árbol.

La sensatez se impone y busco un lugar para hacer estiramientos, mientras me deleito con la variedad de colores ocre y rojizos que hay a mi alrededor.

¡Qué bonito es el Otoño en Madrid!

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